lunes, 5 de octubre de 2009

Francisco Onieva, "Los lugares públicos", por Eduardo Chivite


Francisco Onieva, Los lugares públicos,
Diputación Provincial de Córdoba, 2008.

Esta reseña es la de un libro que llegó tarde. El primer libro que escribió entre 1996 y 2002 el joven poeta cordobés Francisco Onieva, que, ahora, a finales de 2008 se publica, si bien no perdiendo la vigencia de todo buen libro de poemas, si con las agradables resonancias del poeta que empieza. Extraña lectura para el que ha leído ya sus dos últimos libros Perímetro de la tarde (accésit “Andonais”, Madrid, Rialp, 2007) y Ventanas de invierno (XXI Premio “Cáceres Patrimonio de la Humanidad”, Madrid, Visor, en prensa). Gratifica, no obstante, reconocer en estos versos la sonrisa y las lecturas del amigo con el que uno empezaba a escribir… así la timidez de entonces, y el talento, ahora incuestionable. Varias veces al leer o releer el primer libro de alguien próximo, se sorprende uno descubriendo por primera vez la valía y madurez poética de unas palabras cuya cercanía nos ciega tan a menudo. Al contrario, quizá, de lo que cabe esperar, los poetas de nuestra propia generación, y más si son amigos, somos nuestros peores lectores, pero, igualmente, cuando el tiempo pasa, posiblemente cuando ya no se corre el riesgo de la comparación, la anagnórisis tarde y necesaria nos vence, nos convence.



La escuela no miente. El poema prólogo del libro, cual grafiti pompeyano, grabado en piedra, o invitación votiva… el juego semiótico del metalenguaje: “el hueco / que dejan otras manos”… cuando al girar la página aparece sobre el folio, con la grafía recta de la familia Roman, similar a la inscrita en piedra: OTRAS MANOS, dando nombre a la primera parte del libro, como juego de espejos o manifestación de la moderna retórica del “libro abierto”.

Como buen discípulo, desde el principio deja claro el rastro de sus pasos, las lecturas de Machado, Kavafis, la herencia del discurso conversacional entre senequista y horaciano, el tono de la epístola poética: “Cómo envidio, José, a los pescadores / de estas casas”, y el eco elegíaco de “Los pasillos resuenan a silencio”. El halo descriptivo de sujetos inanimados, volviéndose en poderosos actantes poéticos: “El sol tiene un color…”, “Los carros dejan su fría huella / de metal…”, “La mañana se ha roto antes de comenzar”. A veces narrativo, fabulador, misterioso: Oriente, África. Como primer buen libro denota las lecciones aprendidas: la síntesis pura y junaramoniana, la cotidianidad descubierta: “para mí, la costumbre / de poner al revés / los vasos en la mesa”. Pero apunta pronto una voz propia, palabras que denotan su emotividad arcádica, pronuncia de repente sin complejos de moderno cosas como “abrojo”, “abejaruco”, “antracita”… donde se anuncia ya esa mirada de naturaleza próxima, ni ficticia, ni lírica, de sus siguientes libros. Palabras que en Onieva tienen una sombra real, más que lingüística.

El poemario todo denota una biografía emocional de experiencia sentida, de poetización vivida, esa mirada requerida en aquellos que deciden andar por la vida con el terrible esfuerzo de decirse poeta. Como si fuese un verso escrito, tres libros más tarde: “es sólo la certeza / de haber quemado etapas de mi vida”.

Eduardo Chivite (el poeta clásico).


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