martes, 10 de marzo de 2009

Adolescencia dos: poemas hormonados de Manuel Arana, por Eduardo Chivite


Adolescencia dos: poemas hormonados de Manuel Arana

La primera apuesta de la nueva editorial SIM/Libros, dirigida por Diego Vaya y Jaime Galbarro, nace de manos de Manuel Arana, conocido como “el otro chichimeco”. Nada más, y nada menos… y digo esto porque Arana es uno de esos poetas que sabe bien lo que hace y lo que dice. Lo sé, y lo sé con certeza, porque cuando nos vemos en los bares surge el filólogo compulsivo y antidogmático que los dos llevamos dentro. Y sí, ciertamente, en ese momento, nos quedamos los dos en un extraño micromundo, donde las conversaciones van con facilidad del trocaico por anaclusa a los pies dactílicos, o del endecasílabo sáfico a la pelirroja del fondo de la barra y las diferencias entre el poema en prosa, sus múltiples variantes y la mirada imposible de la camarera. Y es que, aunque muchos de ustedes, amigos lectores, no vean con claridad la extraña relación existente entre un análisis de texto y el desdén de una rubia maciza que se pregunta a sí misma aquello de “qué coño estarán mirando aquello dos pámpanos”, créanme, ciertamente la hay. Y si no me creen, deberían ustedes leer este libro de poemas, que, no en balde, acaba de ser motivo de su segunda edición.


Si siguen ustedes mi consejo, encontrarán unos poemas de perfil irónico y moderno, pese a lo cual el tema del desamor se reinventa a sí mismo en una segunda adolescencia. Poemas que a su vez, no están faltos de un pesimismo implícito y de un cinismo, a la par, agradecido, hacia el modo de vivir impuesto en esta época, donde a los veinticinco los jóvenes —que ya no tienen “pelusa sobre los labios, / ni granos de los que avergonzarse”— somos tachados injustamente de inconscientes, simplemente porque A estas alturas “ya no entendemos de moderación”. Arana hace gala de un humor, ante esta situación, que recuerda a las mejores tradiciones de poesía burlesca, a la crítica antipetrarquista o a la parodia del amor cortés. Cabría decir que la clave del libro es un neopetrarquismo invertido, palpable cuando dice: “sigue escribiéndole poemitas a las mujeres equivocadas”, que nos trae a la memoria, pero a la contra, aquel verso de Juarroz, “la mujer necesaria para amar lo que amamos”. De esa mujer nos habla Arana también en alguno de sus poemas: “La única mujer por la que merece la pena morir / (…) La única que no existe”, como una especie de donna perdida, al modo de una Laura moderna que hubiese que configurar literariamente como un puzzle de ensoñados versos, como si “yo mismo tuviera que pintar, una a una, todas las piezas” con palabras irrefrenables, una por una, hasta que sea “casi tan perfecta / que posiblemente no necesite conocerte”. Ensoñación adolescente tan común, tan de todos, que en este caso se vuelve tan poética, donde lo “que no conozco lo imagino”: seguramente en “este mismo momento, / te estás despertando. Remoloneas. Abres y cierras los ojos lentamente. Respiras hondo. Te levantas”… que dice mucho más de lo que en una simple lectura nos parece, porque “Qué difícil (qué patético) / es volver a estar en el mercado”, sabiendo que eso de soñar por soñar “no es lo adecuado”, si es que “Yo mismo me lo busco”, de hecho, otra vez “hoy me duermo respirándote”, ridiculum no obstante tan sincero, tan necesario, tan valiente.

A lo largo del poemario a modo de dícticos se reparten varios poemas en prosa con nombre de mujer: Cris, Meri, Flor, Carmen, Vero, Fani… unas soñadas, otras perdidas, recordadas, que parecen cobrar no sólo sentido en sí, como caminos que se bifurcan confundiéndonos, sino como en el poema El grito, encabezado por la cita de Alejandra Pizarnik: “alejandra / alejandra / debajo estoy yo / alejandra”, donde Arana dice que “cuando se da la vuelta, no respira aliviado / ni sigue gritando tu nombre. / Susurra el suyo muy bajito, / se rasca la cabeza y se muerde los labios”. Es decir, que debajo de los nombres de estas donnas está el poeta, el yo-lírico, “animal melancólico”, como si de la teoría medieval de los humores se tratase, vamos que “Sí, se admiten collejas”, ¿qué puedo decir?, Arana, ¡coño! “Si es que así no se puede”. Verborragia incontenible donde el silencio de la amada responde no sólo a la imposibilidad de hablar, “Por eso, no respondas, aunque te lo pida / una y otra vez, no respondas. / (…) Deja que yo hable por los dos”, sino también a una reelaboración de la idea neoplatónica del poema como fruto de la no-correspondencia amorosa en el amor cortés, al modo de la voz a ti debida; y es que “Cuando uno enseña sus poemas / siempre pretende algo, siempre”.

Quizá, en un intento por comprender, el poeta revisa lo que sabe del amor, los lugares comunes de la poética petrarquista, reformulados desde estos parámetros de auto-mofa y posmodernidad, así, en el poema con el que empieza el libro se hace uso de un carpe diem adverso; en varios poemas se reproduce el tópico elegíaco de Propercio, “Cintia fue la primera que me cautivó con sus ojos”, como en el poema Transparencias cuando “el universo / me mira a través de unos ojos”; o recuerda al conocido madrigal de Gutiérrez de Cetina: “Qué pena ser tan transparente / (…) tan tuyo. Si quieres. Tan tuyo aunque no quieras”. Asimismo, un furis amoris inducido por Sarah Vaughan, “que si fly me to the moon, / que si summertime, / que si moonriver”; y un desolador remedia amoris: “Poco a poco me voy alejando / de la realidad, de las palabras / (…) me alejo de mis propios versos”, o la esperanza de “que tengas razón, / que lo tuyo se me va a pasar”; para caer repentinamente de nuevo en el abismo, un descenso al Hades entre lo órfico y la dantesca ribera del Letheo, junto a un infierno de los enamorados transformado en un moderno pasillo sin sentido alguno: “y, como una tópica alma en pena, / vaga por el pasillo de las sopas de sobre / en un supermercado donde cree que nadie lo va a reconocer”. El poeta, desde esa extraña relación entre lo filológico y el amor de la que os hablaba, gasta sus últimos cartuchos con el método científico, “A ver si es verdad eso que decía Cernuda”, en buscar detrás de las palabras, “Por culpa de esta patética / deformación profesional”: metáforas, mensajes entre líneas, “La única verdad que no puede ser expresada”, recordándonos de nuevo por su parecido formal los versos de Cernuda en el poema Si el hombre pudiera decir “la verdad de su amor verdadero / (…) la única libertad que me exalta / la única libertad porque muero”; y para cerrar con aquello del amor ciego, termina Arana, como los poetas que saben lo que dicen y saben lo que hacen, quitándole importancia a casi todo: “La venda solo la llevo porque me favorece”.

Eduardo Chivite Tortosa

1 comentario:

Anónimo dijo...

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