Jorge Urrutia, doctor en Filología románica y catedrático en la Universidad Carlos III de Madrid y anteriormente en la Universidad Hispalense, ha sabido recoger en esta edición publicada por Cátedra los textos líricos que de una forma más certera y completa caracterizan las diversas corrientes poéticas que coexistieron y se sucedieron a lo largo de todo nuestro convulso siglo XIX nacional. La idea más atractiva y útil que Urrutia logra hacer ver al lector de esta antología es que la Poesía, como cualquier otro género o fenómeno literario, no puede ser descuartizada en esa inadecuada tarea de periodización literaria que aún hoy se lleva a cabo en la Secundaria y el Bachillerato y que sólo provoca ignorancia, confusión y desprecio por este sublime arte en los españoles de hoy y de mañana. El Neoclasicismo, el Romanticismo, el Realismo y el primer Modernismo, tal y como se mostrarán en esta antología, no son movimientos artísticos monolíticos, que acaban tan tajantemente como empiezan; más bien, y esta idea debería ser el principal objetivo docente de todo profesor de Literatura española, constituyen sombras inductivas que se ciernen sobre numerosas corrientes y tendencias, organizadas en un gradatum de evolución natural de las ideas estéticas.
Las primeras luces del siglo XIX se derraman sobre una España dominada por un Neoclasicismo tardío e insuficiente, debido en gran parte a la asfixiante presencia de la Inquisición, cuya censura se hizo notar, al menos, hasta 1820. Tras el cultivo ad nauseam de la lírica postbarroca, la corriente rococó de sensuales anacreónticas y la poesía estrictamente ilustrada de Cadalso y Jovellanos, que canta a la filosofía racionalista y al progreso científico, sin olvidar tendencias secundarias (el popularismo de Nicolás Fernández de Moratín, la fábula y demás poesía didáctica, la sátira, la pornografía...), las últimas generaciones añaden a este amplísimo abanico de temas y motivos una cada vez mayor tendencia a lo macabro y lo melodramático, así como la influencia de la poesía atribuida al bardo gaélico Ossián, moda poética que, en Inglaterra, supone el nacimiento del Romanticismo en ese país.
Las primeras luces del siglo XIX se derraman sobre una España dominada por un Neoclasicismo tardío e insuficiente, debido en gran parte a la asfixiante presencia de la Inquisición, cuya censura se hizo notar, al menos, hasta 1820. Tras el cultivo ad nauseam de la lírica postbarroca, la corriente rococó de sensuales anacreónticas y la poesía estrictamente ilustrada de Cadalso y Jovellanos, que canta a la filosofía racionalista y al progreso científico, sin olvidar tendencias secundarias (el popularismo de Nicolás Fernández de Moratín, la fábula y demás poesía didáctica, la sátira, la pornografía...), las últimas generaciones añaden a este amplísimo abanico de temas y motivos una cada vez mayor tendencia a lo macabro y lo melodramático, así como la influencia de la poesía atribuida al bardo gaélico Ossián, moda poética que, en Inglaterra, supone el nacimiento del Romanticismo en ese país.
La llegada al trono español de Carlos III en 1759 representa el triunfo de la Ilustración y de su nueva concepción del mundo, que llevaba implantándose muy lenta y dificultosamente desde los inicios de la dinastía borbónica en 1700, así como la consolidación de grupos de poetas que aspiraban a una profunda renovación formal y temática que depurara los excesos barrocos y orientara los poemas hacia la búsqueda de la ética racionalista, la utilidad y el progreso. Dicha renovación, que ya había sido propuesta en la casi desconocida Poética de Ignacio de Luzán en 1737, no se llevará a cabo hasta muchísimo tiempo después y de forma lenta debido al enorme peso de nuestro Siglo de Oro, y consiste, a grandes rasgos, en el rechazo de paranomasias, equívocos, retruécanos, metáforas, hipérbatos y demás recursos retóricos en los que se sustentaba el conceptismo barroco y que pasan a ser considerados de mal gusto. Góngora y Quevedo son despreciados por los poetas, y se reivindica a Garcilaso, a Fray Luis de León o a Herrera, como consecuencia de la búsqueda ilustrada de la sencillez y el equilibrio expresivos. Para ser sinceros, la poesía neoclásica nunca llegó a cuajar más que en reducidísimas tertulias de intelectuales; no se pudo esperar otra cosa de un país sumido en el fundamentalismo católico, el aislamiento y el atraso como era España al terminar la dinastía de los Austrias.
Al iniciarse el siglo XIX sólo quedan, de dichas tertulias literarias, la de Salamanca. En ella, Juan Nicasio Gallego demuestra un claro tono prerromántico: la sencillez ha sido sustituida por la grandilocuencia retórica de su silva “El día dos de mayo”. Estos poetas del último Neoclasicismo vivirán los sucesos de la Revolución Francesa y de la invasión napoleónica. Muchos de ellos sufren el destierro a la vuelta de Fernando VII como castigo por su afrancesamiento, y fuera de España entran en contacto con las nuevas obras románticas, aunque la formación neoclásica que han recibido es demasiado pesada para abrazar la nueva estética. Surge por esta época tardía la escuela de Sevilla, adonde el Neoclasicismo llegará de una forma muy moderada y siempre sometido por el modelo de Herrera. Tan tardía es la formación de esta escuela, que las ideas ilustradas aterrizan en Sevilla convertidas ya en liberalismo político: son muestras de ello el “Apóstrofe a la libertad” de José Marchena y “La persecución religiosa” de José María Blanco White. En estos poemas ya se trata el tema de la revolución social y la crítica liberal al fanatismo religioso con una grandilocuencia y énfasis casi románticos. No obstante, en cuanto al aspecto formal, las rígidas normas impuestas por las preceptivas neoclásicas siguieron siendo obedecidas hasta fines del reinado de Fernando VII.
Aún en 1820, nuestros futuros líricos románticos se inspiraban en el poeta rococó Juan Meléndez Valdés y en Leandro Fernández de Moratín para elaborar sus textos. El Duque de Rivas y Francisco Martínez de la Rosa son algunos de los poetas que escriben dentro de los cánones neoclásicos, pero la experiencia del exilio les posibilita conocer la poesía de Ossián, cargada de renovación estética y de nuevas inquietudes vitales, la de Lord Byron y la de románticos franceses como Victor Hugo, Alfred Victor de Vigny y Alfred de Musset.
Si bien José Zorrilla ya había publicado anteriormente algunos tomos de sus Poesías, no es hasta 1840 que se produce el triunfo definitivo del Romanticismo en la poesía española. Esta fecha viene marcada por las primeras publicaciones en libros de poemas de José de Espronceda, Nicomedes Pastor Díaz, Juan Arolas y Salvador Bermúdez de Castro, presentes en esta antología. Estos mismos poemas ya habían sido publicados en revistas literarias y periódicos varios años antes; las relaciones entre poesía y periodismo serán constantes e intensísimas a lo largo de todo el siglo XIX e incluso en gran parte del primer tercio del siglo XX.
La lírica ossiánica, así como el interés dieciochesco por la edición de códices y manuscritos medievales, son el puente de unión entre la Ilustración y la tendencia historicista del Romanticismo. La Edad Media aparece en muchos poemas de la época, ya sea entendida como una añorada edad heroica en la que los conceptos del Antiguo Régimen, ahora destruidos, nunca eran cuestionados; ya sea como una idealizada época de libertad y aventura opuestas al estilo de vida burgués en la cual los hombres, cargados de virtudes caballerescas, luchan impetuosamente para cumplir su destino. No obstante, un país tan conservador como España habría de dar con el tiempo la razón al segundo sentido, marcadamente más conservador: el medievalismo se utilizó como defensa reaccionaria de las tradiciones españolas más rancias y de la religiosidad más oscurantista y supersticiosa. Los poemas de tema medieval recogidos por Urrutia son “La muerte de un caballero” del Duque de Rivas, “Cantar del trovador” de Agustín Durán, El bulto vestido de negro capuz de Patricio de la Escosura, “La cautiva” y “Cuento” de José de Espronceda, El cristiano de Jacinto de Salas y Quiroga, “La vuelta del Cid” de Eugenio de Ochoa, “El peregrino” de Salvador Bermúdez de Castro y “Oriental” de José Zorrilla.
Otro tema, por el cual es célebre José de Espronceda (“Canción de pirata”, “El reo de muerte”, “El mendigo”, “El verdugo”, “Canto del cosaco”), es la exaltación de personajes marginales y antisociales y la fascinación por ejemplos de libertad absoluta más allá de la moral establecida, la cual no es sino una reacción contra la estricta obsesión neoclásica por la ética, el equilibrio y el orden. La temática social va adquiriendo tonos cada vez más conservadores conforme los escasos poetas exaltados (Espronceda, Larra) van muriendo y la burguesía va ganando revoluciones y asentándose en el poder.
Frente a esta poesía convulsa y conflictiva, repleta de héroes y antihéroes en constante lucha, surge también una corriente lírica que huye de la declamación y grandilocuencia habituales en el Romanticismo y constituye el resultado de un proceso de depuración del exaltado sentimentalismo melodramático propio de la época, heredero de la literatura lacrimógena dieciochesca. Dicho resultado consiste en una melancolía serena, un mayor intimismo lírico y un lenguaje más directo y sencillo, como el que encontramos en Enrique Gil y Carrasco (“Fragmento”) y otros poetas que ya anuncian la posterior evolución de la lírica hacia el intimismo “postromántico” de Augusto Ferrán y Gustavo Adolfo Bécquer.
Muy característica de la época romántica es la composición poética formada por una base narrativa y elementos líricos e incluso dramáticos: la leyenda y la balada. También es típico de esta época el fenómeno del fragmentarismo: los poemas aparecen inconclusos, o bien sólo muestran, de una manera muy impresionista, una secuencia de especial intensidad dentro de la historia en la que se está trabajando. Este fenómeno se vio extensamente alimentado por otros como el periodismo y la publicación por entregas.
Junto a estas tendencias, cultivadas por autores cultos, no olvida Urrutia en su antología la poesía popular anónima, difundida a través de pliegos sueltos y bajo el habitual formato del “romance de ciego”. El poema anónimo “Los bandidos de Toledo” con que se inicia la antología es un perfecto ejemplo de los tópicos más empleados en esta literatura callejera: el bandolerismo posterior a la Guerra de la Independencia, como fenómeno social y como consagración del bandolero en tanto que personaje seductor y pintoresco; y el andalucismo como paradigma del exotismo español. La “Canción del pirata” de Espronceda también circuló durante mucho tiempo en pliegos sueltos.
El gusto por el exotismo de Oriente, alimentado en el siglo XVIII por algunos ilustrados, es muchas veces el perfecto pretexto para exponer situaciones eróticas y, en ocasiones, francamente pornográficas. Frente a esta poesía en torno a la sexualidad se erige la remilgada y facilona poesía que casi todos los poetas decimonónicos escribieron alguna vez en los álbumes de recatadas señoritas burguesas. Esta costumbre, culpable de innumerables epigramas melindrosos sobre tópicos de lo más manidos, se extendió hasta el propio Modernismo.
Reconociendo, como he dicho antes, que el Romanticismo del Duque de Rivas y de Francisco Martínez de la Rosa se halla muy amortiguado por su sólida formación neoclásica, habría que señalar como plenamente románticos a los nacidos en torno a la Guerra de la Independencia (Juan Arolas, José de Espronceda, Patricio de la Escosura) y al primer reinado de Fernando VII (José Zorrilla, Enrique Gil y Carrasco, Gabriel García Tassara, Salvador Bermúdez de Castro).
Del círculo madrileño en torno a Espronceda surge una ramificación septentrional, caracterizada por la melancolía y la nostalgia, la presencia de la muerte y el sentimiento del paisaje cantábrico -rasgos que culminarán en el sevillano Bécquer- y compuesta por los gallegos Nicomedes Pastor Díaz y Jacinto Salas y Quiroga y por el leonés Enrique Gil y Carrasco.
Los poetas nacidos después de 1820 no pueden ser considerados románticos, en tanto que no han vivido plenamente en sus carnes las revoluciones burguesas ni la caída del Antiguo Régimen; sólo se suele salvar de esta criba Carolina Coronado, la más insigne de tantas y tantas mujeres, muchas aún hoy desconocidas, que en esta época comienzan a reivindicar su derecho a la educación y la cultura y a criticar la opresión y violencia machistas que padecen: Gertrudis Gómez de Avellaneda, Vicenta Maturana, María Josefa Massanés, etc.
Entre 1850 y poco antes de 1900 se extiende, de forma aproximada y sin querer establecer con ello un inamovible periodo cronológico, la segunda gran época de la literatura española decimonónica, que la crítica ha dado en llamar genéricamente “Realismo” a causa de la gran fortuna de que gozaron, en el género de la narrativa y en algunas tendencias del teatro, las técnicas realistas y naturalistas, en concordancia con la objetividad científica que exige el Positivismo no sólo a las ciencias, sino también a las letras y las artes.
La lírica que floreció en época realista también fue influida en cierto modo por dicho movimiento literario, que supone un afán de depurar el lenguaje y el estilo de todos los tópicos románticos, degradados hasta la exageración y el hastío. El primer factor poético que va a cambiar en la poesía española será el tono, que pasa de la exaltación y grandilocuencia retórica propias del Romanticismo a la búsqueda de un mayor intimismo emocional, basado en la naturalidad y en la sencillez, como es el caso de Gustavo Adolfo Bécquer; o, en otras ocasiones, como en la poesía de Ramón de Campoamor, al punto opuesto: el prosaísmo. La burguesía, acomodada ya en el poder y aliada con la vieja aristocracia y la Iglesia, abandona todos los ideales revolucionarios, satánicos y libertarios de su juventud y propicia con esta actitud la creación de poemas de tema claramente conservador y formas métricas deliberadamente clásicas, como los de Gaspar Núñez de Arce (“Las arpas mudas”, “A Voltaire”, “En el monasterio de piedra”).
Como es natural, durante la época del Realismo aún continúan vivos -y activos- gran parte de los poetas románticos ya comentados. De gran interés es la transformación de la poesía de José de Zorrilla, que abandona los poemas dedicados a personajes marginales (“El contrabandista”) y a temas orientales (“Oriental”) para adaptarse al prosaísmo imperante en los tiempos de la I República y de la Restauración, como podemos ver en el extenso poema político “La ignorancia”. También Gabriel García Tassara, nacido en 1817, escribe la mayoría de sus obras una vez pasado el ardor libertario del Romanticismo, por lo que cultivará una poesía conservadora y defensora de Dios y de la tradición (“La tribulación”), que constituye un manifiesto precedente de la poesía reaccionaria de Gaspar Núñez de Arce.
No es del todo correcto, en la mayoría de las ocasiones, hablar, en mi opinión, de “poesía realista”, en tanto que el Realismo fue un movimiento que afectó principalmente a la novela y, de modo complementario, al teatro. Creo más adecuado hablar de tres tendencias principales, sin contar el “post-romanticismo” de Zorrilla: el prosaísmo, el intimismo y la poesía de tesis.
El prosaísmo está representado principalmente por Ramón de Campoamor. Nuestro poeta depuró la lírica de exaltadas idealizaciones, buscando la belleza en las cosas sencillas y cotidianas y expresándola con un lenguaje llano y alejado de exuberancias expresivas. Este nuevo estilo causó furor entre los poetas de la segunda mitad del siglo XIX, hastiados de la altisonancia romántica, y supuso una importantísima renovación formal de la que se benefició toda la lírica posterior hasta la llegada del Modernismo, en que Campoamor fue condenado por sus excesivas llaneza y gazmoñería y expulsado del Parnaso por los nuevos autores.
La segunda corriente, la más interesante y la que ha gozado de mejor valoración hasta nuestros días, es el intimismo, mal entendido (y mal enseñado en las enseñanzas medias) como parte del Romanticismo o, en su caso, como un “Romanticismo tardío”. El intimismo no es, en absoluto, una corriente propia del Romanticismo: el tono se ha serenado, y los ímpetus y euforias ansiosas de libertad absoluta, característicos del Romanticismo, han sido sustituidos por una poesía que no declama, que susurra; y que no se exhibe hinchada de rebeldía y de heroísmo, sino que se recoge en la introspección y explora las sensaciones y sentimientos más delicados. Esta depuración del tono y la forma se ve enriquecida por la influencia de Heine y por un sentimiento popular desnudo de arrebatos nacionalistas y reducido a lo más estrictamente emotivo. De este modo, ya va siendo hora de sacar de una vez por todas a Gustavo Adolfo Bécquer del santoral romántico y de reconocerlo como poeta intimista, como también fue poeta intimista Augusto Ferrán y, sobre todo, Rosalía de Castro. Los antecedentes de esta evolución del Romanticismo al intimismo se pueden ver en algunos poemas de Ventura Ruiz Aguilera (“El alma de un ángel”, “El dolor de los dolores”) y en la obra de Ángel María Dacarrete. Como dije antes, el intimismo va a sobrevivir a las condenas modernistas, penetrando en el estilo de autores del siguiente siglo como Antonio y Manuel Machado, Miguel de Unamuno e incluso Juan Ramón Jiménez en su época modernista.
La poesía de tesis es aquella poesía, ya mencionada antes, en consonancia con el creciente conservadurismo de la vida sociopolítica española de mediados del siglo XIX. Es la tendencia que, con mayor propiedad, podríamos denominar “poesía realista”, pues laten en ella todos los principios del Positivismo y el espíritu reaccionario de la época a través de sus poemas filosóficos y sociales, de fuerte crítica a todo intento de progresismo, y elaborados con técnicas predominantemente narrativas y descriptivas, como si se trataran de novelas. Por debajo de estas tres grandes tendencias, florecen algunas otras de importancia menor pero de sumo interés para hacerse una idea de la sensibilidad del periodo que nos ocupa.
La escuela neoclásica de Sevilla ha dejado de producir poetas desde hace mucho tiempo; sin embargo, el auge del conservadurismo en la política de la burguesía española resucita algunos de sus rasgos en poetas andaluces como Juan Valera, defensor a ultranza de la religión y de las buenas costumbres y buen amigo del tono equilibrado y sereno en sus composiciones líricas. El filólogo Marcelino Menéndez Pelayo, erudito conservador donde los haya, cultiva un profundo horacianismo al que se puede seguir la pista a través de una serie de odas y epístolas de clara inspiración griega y romana. El tópico horaciano del tempus fugit, del rápido e irreparable correr del tiempo, aparece en el soneto “Roma” de don Marcelino, sabiamente recogido por Urrutia en esta antología.
Como resultado del éxito que tienen en este momento en las salas españolas el género chico y el teatro breve, caracterizados por argumentos de enredo frívolos y burlescos y por personajes esterotípicos que invitan a la carcajada, nace una poesía humorística que renuncia a toda pretensión de sublimidad para limitarse a sacar sonrisas y colores al lector. El poema “Morir habemus”, en que el tópico del tempus fugit es desarrollado por la descripción chistosa de elementos cotidianos de lo más vulgares, y el chascarrillo racista “A una negra”, ambos de Manuel del Palacio, ilustran perfectamente los objetivos y recursos de esta corriente.
La omnipresencia y éxito del prosaísmo fomentaron la creación de una poesía llamada “hogareña”, en la cual los temas giran en torno a los objetos y experiencias más estrictamente caseros y cotidianos. Fueron bastante célebres los lúgubres poemas de Federico Balart, conocido por público y crítica como “el poeta viudo”.
La poesía de tesis, “realista”, era la corriente que cantaba el triunfo de la ciencia y del imparable progreso tecnológico del siglo. Pero tras ésta, y con una actitud opuesta al optimismo cientificista, nace una tendencia lírica angustiada por la velocidad con que Occidente está progresando, asfixiada por el auge de la tecnología, y que ya anuncia el pesimismo existencialista que desembocaría en la rebelión del Modernismo y, más aún, de las Vanguardias. Joaquín María Bartrina, en sus poemas “Madrigal (?) futuro” y “De omni re scibili”, observa con cierta ironía y mucho recelo la cada vez mayor hegemonía de las ciencias exactas y naturales sobre el resto de disciplinas, las artes y los sentimientos.
No quisiera concluir esta ya demasiado larga reseña sin mencionar a dos poetas de la última década del siglo XIX que producen su obra en pleno Modernismo: Vicente Medina y José María Gabriel y Galán, cultivadores de la poesía dialectal. La poderosa influencia de la vertiente más folclórica del intimismo, unida al éxito del regionalismo en la novela y en el teatro y al nacimiento de los nacionalismos políticos, dio como resultado un gusto, bastante extendido entre el pueblo, por poemas que intentan reproducir de forma simpática -y muchas veces caricaturesca- los rasgos dialectales más cerrados de las hablas regionales y locales.
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