martes, 3 de noviembre de 2009

Duque de Rivas, Don Álvaro o La fuerza del sino, por Javier Gato


Duque de Rivas, Don Álvaro o La fuerza del sino,por Javier Gato

En 1835, cinco años después del escándalo que produjo en París el estreno del Hernani de Víctor Hugo y la consiguiente disputa entre neoclásicos y románticos, la escena española acogía el que sería el primer drama puramente romántico de nuestras letras: Don Álvaro, o La fuerza del sino, escrito por don Ángel de Saavedra, duque de Rivas. Esta revolución estética en el arte dramático español quedaría totalmente consagrada un año después, tras el estreno apoteósico de El trovador, del gaditano Antonio García Gutiérrez.
La primera versión de Don Álvaro o La fuerza del sino fue redactada en Tours en 1832. Esta primera versión estaba en prosa y fue elaborada con un objetivo puramente lucrativo por parte del duque, que pretendía aprovechar la devoción que se profesaba en París hacia semejantes obras de teatro. Una vez traducida al francés fue entregada a Prosper Merimée, autor del relato Carmen, para que lo hiciera representar. Los resultados no fueron fructíferos, por lo que el drama tuvo que esperar hasta 1835 tras ser sometido a una completa reelaboración, que incluía la versificación de gran parte de sus escenas y una mayor dosis de lirismo. Si bien no se cosechó un éxito inmediato, Don Álvaro alimentó una viva polémica teatral y poética que con el tiempo convirtió a esta obra en símbolo inequívoco de nuestro Romanticismo nacional.
La trama ahonda sus raíces en leyendas populares de la Córdoba natal del poeta, posiblemente descubiertas en su niñez. No obstante, hay una poderosa intertextualidad a lo largo de toda la obra que nos indica el influjo de obras clásicas como La gitanilla de Cervantes (el personaje costumbrista de Preciosilla en la primera escena), La vida es sueño de Calderón de la Barca o incluso la novela de Merimée Las almas del purgatorio.
El prurito de naturalidad que caracteriza al Romanticismo es el responsable de que las unidades pseudoaristotélicas, sagradas durante el Neoclasicismo, se transgredan en favor de una estructura en que la acción se halla fragmentada y dispersa a lo largo de varios años y de geografías muy dispares.
Resulta muy interesante el toque costumbrista que aportan los muchos cuadros presentes en la obra, como el grupo de sevillanos al pie del puente de Triana, los clientes del mesón, los vagabundos pidiendo comida a la puerta del monasterio o los soldados que juegan a las cartas. Aparte de dicho toque costumbrista tan grato al gusto romántico, estos grupos humanos cumplen casi la función de coro, aportando indirectamente con sus conversaciones información adicional sobre la trama. Estas escenas contrastan sabrosamente con los largos, ampulosos y exaltados parlamentos de los protagonistas. Otro contraste, en absoluto menos transgresor, reside en la mezcla de elementos cómicos y hasta grotescos con otros trágicos y graves, mezcla recomendada por Víctor Hugo y, en nuestras letras, por el propio Lope de Vega.
El conflicto social que da pie al drama tiene su origen en el propio nacimiento de don Álvaro, tan sólo insinuado en algunos momentos de la obra hasta el desenlace final. Nuestro héroe es un caballero mestizo, hijo de un noble español y de una princesa inca que alían sus fuerzas en el Virreinato del Perú del siglo XVIII para derrocar a la tiranía metropolitana, recibiendo un severo castigo. Este turbio y oscuro pasado hace recaer sobre él los ataques discriminatorios racistas y elitistas de la rancia aristocracia sevillana, a la que el marqués de Calatrava y sus hijos pertenecen. Aunque de orígenes nobles e incluso regios, Don Álvaro sufre en sus carnes el desprecio que la aristocracia española del Antiguo Régimen dispensaba a los burgueses, que ya en el siglo XVIII amenazaban seriamente el inmovilismo social de los estamentos. Don Álvaro o La fuerza del sino se convierte así en metáfora (románticamente excesiva y tremenda) de la lucha de clases que, en tiempos del duque de Rivas, seguía enfrentando a liberales y a defensores del Despotismo ilustrado: el mensaje que quiere transmitir el por entonces liberal duque de Rivas es una denuncia burguesa de los abusos de la rancia, orgullosa y empobrecida aristocracia española.
No quisiera terminar mi reseña sin hacer mención del tan traído y llevado asunto sobre el verdadero significado de esa “fuerza del sino” a la que se refiere el subtítulo. No hay acuerdo entre los críticos sobre si el destino implacable que azota a don Álvaro tiene que ver con el acaso inexorable de la tragedia griega, escrito y sellado y ante el cual el hombre y aun los dioses sólo pueden resignarse; o si más bien se trata de un destino en consonancia con los valores cristianos del libre albedrío, con lo cual la responsabilidad sería de los personajes.
No obstante, la gravísima fatalidad que arrastra a todos los personajes hacia la desgracia más extrema se desencadena por una casualidad tan ridícula como una pistola que se dispara sola al caer al suelo, matando al marqués de Calatrava: ni Don Álvaro, ni los demás personajes, “tienen la culpa” de la negrísima cadena de azares y desventuras que los conduce al dolor, a la locura y a la muerte. Este destino cruel e inexorable, en el que no cabe la piedad y la redención, suena como un lamento por la injusticia cósmica y por la ausencia de Dios, lamento que un siglo después con el existencialismo llegará a helar la sangre.
Por otra parte, sería preciso romper una lanza a favor de la tesis del sino como destino cristiano compatible con el libre albedrío: lo demuestra el salto al vacío de Don Álvaro, que en su libertad individual decide dar fin a sus infortunios con el suicidio. Este elemento temático, plenamente romántico, está lleno de nihilismo y de rebeldía y reserva para el héroe del drama la última palabra sobre el desenlace de la historia.

No hay comentarios: