miércoles, 7 de octubre de 2009

Génesis, de Javier Gato


GÉNESIS

Hay una casa en Sevilla, cerca de la Catedral,
cuya mención hace saltar la color en la cara
de las personas decentes.
Una casa donde siempre es de noche
y donde la hiena y el buitre tienen hecha su morada.
Su dueño, monsieur Torricelli,
es amo y señor del whisky,
de los virgos adolescentes extraviados
por las calles de Sevilla

y del falso glamour que destilan las maricas malas.
Una tarde, monsieur Torricelli encuentra
a la puerta de su casa
el cuerpo pisoteado de un chico muerto,
abandonado como un pajarillo.
Tiene sólo dieciséis años.
El libertino, sediento de infancia desgarrada,
sube el cadáver a lo más alto de la casa del horror,
al laboratorio donde habitan el cuervo y la resaca.
Con una aguja al rojo vivo va cosiendo los despojos,
creando, sin él (querer) saberlo, un ser insólito.
El torso de un efebo, las manos suaves -lo único suave-,
los sentidos macerados en formol de colegio de monjas,
la boca sucia de barrer las humillaciones más amargas,
el cerebro maldito y partido en colores
y el alma... ¿Y el alma?
No quedan almas en el laboratorio de monsieur Torricelli:
todas se apagaron en el abismo,
incluso la suya.
Entre jadeos, azotes y desgarros
las partes se unen para crear a la nueva criatura.
Monsieur acrecienta el ritmo y la fuerza de sus poderosas puntadas
y en una explosión de semen,
y escapándosele alguna bofetada,
la casa se ilumina, derramando por sus ventanas fantasmas.
El loco da un grito:
¡ESTÁ VIVO!
La criatura se levanta, manchada del germen de la mala vida.
Abre los ojos, oscurecidos por un libertinaje inoculado.
Sus labios, sembrados de costurones, se abren entonces,
y su voz
rompe el promiscuo silencio:
QUIERO MÁS
Y el monstruo dice más,
porque su creador no ha querido enseñarle
la palabra cariño.
Monsieur Torricelli,
asqueado por aquello que tanto placer le da,
repudia al monstruo y sin enseñarle
nociones básicas de supervivencia
lo lanza por el balcón.
El monstruo cae sobre sus cuatro patas.
¿Ni un rasguño?
Es agosto, pero en esa calle siempre es de noche,
en esa calle
el aire siempre está helado.
Dentro queda monsieur Torricelli con
su ego,
su whisky,
su coca
y sus traumas irresolubles.
Leviatán, su fiel perro, se apresura a no dejar
huellas del delito, lamiendo de las esquinas
del laboratorio del doctor Frankenstein
todo el egoísmo, irresponsabilidad y demás restos
de la crisis de los treinta
que tienen un sabor de tango y de lágrimas.
Anda errabundo por Santa Cruz, por Sevilla,
sin rumbo,
porque le han dado vida y no le han dicho,
no le han querido decir,
cómo usarla.
Sólo siente que algo le falta:
una de sus siete vidas recién instaladas
y la inocencia, que dejó un camino de sangre en sus boxers.
El monstruo da un salto y se encarama a lo alto del Isbiliyya.
No es un monstruo: es un gato.
Y no tardará en aprender por sí mismo,
después de algún golpe,
porque su creador no se lo quiso revelar,
que los gatos son deseados, pero también son temidos:
por eso es que siempre,
en la noche,
caminan solos.


Del libro Diario de un gato nocturno, Cangrejo Pistolero Ediciones.

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