Reseña de Última cartas a Kansas de Sofía Castañón.
El segundo libro de Sofía Castañón está escrito desde un evidente ejercicio de escritura y una más que agradecible falta de pretenciosidad, sin abandonar la frescura de su primer libro ha sabido sumar a ésta una clara intencionalidad de poemario temático, desde una metáfora unitaria como es el “viaje de ida y vuelta”. Viaje que ha caracterizado con la dualidad de dos mitos muy parecidos en esencia y de coordenadas tan diferentes, viajes iniciáticos donde la idea del regreso se perfila como máxima meta: el “maravilloso” mundo del Mago de Oz, y el deseado retorno a Ítaca de Ulises. El hogar al que Dorothy quiere volver es aquí un concepto de lo terrenal, de lo familiar, “imagen / de los días más tranquilos”, ese territorio de la infancia -que decía Rilke- que Sofía llama Kansas, nombre que como buen cordobés me trae a la memoria El Mapa de América de García Casado, o al personaje, como un moderno Ícaro, por otro lado tan real, típico de las películas de pueblos de la América profunda, deseoso de huir de ese polvoriento pueblo (yo no sé bien por qué siempre dicen eso de “polvoriento”, como si aún estuviésemos en el Oeste). El viaje de Sofía, no obstante, no comienza huyendo de casa, viajando hacia lo desconocido, sino que como bien indica el título son “cartas”, cartas escritas desde otro lugar, atrás quedó Penélope o Tina, y las baldosas de la cocina que a mí se me antojan amarillas, con un brillo de azulejo gastado, descascarilladas en algunas de sus esquinas.
Decía Quintiliano que una carta bien escrita lleva consigo la voz, el rostro y la esencia de quien la escribe al amigo que lee, y yo leyendo estos poemas me he sentido un amigo de Sofía que se quedó en Kansas, trabajando la tierra y comiendo sopas de ajo. Un amigo al que con sus cartas trae a la memoria recuerdos pasados en que uno se atrevía a soñar con otros lugares, mapas de ciudades lejanas, y con estrellas fosforescentes adhesivas en el techo de la habitación reproduciendo la forma de las constelaciones copiadas de los libros (me permito esta referencia casi autobiográfica porque a mí también me resultaron bastantes “jodidas” en su día). Territorio de la infancia ahora perdido, lejos, irrecuperable, como Milton, o como insinúa Sofía, infancia perdida para todos “Las niñas mayores ya no quieren / volver a Kansas” (y me resuena en los oídos eso de las niñas bonitas no pagan dinero)… “allí sigue Penélope / tejiendo mantas / para niños perdidos”, alusión a Peter Pan que identifica Kansas con Nunca jamás, un lugar de ensoñación que un día desaparece haciéndonos girar sobre nosotros mismos, preguntándonos “¿Qué pasó con el mago?”, porque los niños de Kansas crecen, no saben volar, echan de menos a los monstruos de sus camas y desarrollan un temprano miedo a la hipoteca.
Decir que en medio de esta vida, de las grandes ciudades, de ese lugar sin nombre que no aparece en el remite de las cartas, Sofía nos habla del amor o de la poesía, se me antoja como decir, que, desde este Oz crecido y transformado en el interminable mar que queda a nuestra espalda junto a desaparecida Troya, Sofía identifica el amor con la tierra: “quise / caminar por todo el mundo / y por tu espalda (…) con la incestuosa idea / de desear la tierra”, “mancharse los pies”, “tus pies, / húmedos por el sudor compartido, / pisando las baldosas de la cocina”, o “tocar / la tierra entera”; y se me antoja que parece entender la poesía como un modo de recuperar lo perdido: “tu voz / ya no era caricia”, “un poema / rojo y mojado / con tu nombre (…) llorando / junto a la alcantarilla / que se lo tragó”, o “no somos personajes / de cuento”; y así “de poco sirve / que haya vuelto a escribir”, pero “He llegado a este poema / con cada uno de vuestros contornos / bajo mis pies”, “He llegado fugada, con la ciudad en llamas / a la espalda”, porque Sofía ha sabido encontrar el camino en medio del mar, el modo de golpear sus chapines, “encontrar la voz / entre tantas / y tantas maletas”. Pero Sofía no era ya Dorothy desde el principio y lo sabía, no ha vuelto a Kansas porque el agua ya no la purifica, ha descubierto en su viaje de vuelta sin regreso “que ya no entendía la vida”, esa vida que un día fue “lo profundo del cosmos”, perdón, más sencillo que todo eso, quise decir una “sonrisa dulce”. En medio de tanta ensoñación cada poema de este libro es uno aparte de los otros, en que se habla, y reflexiona, y se le ofrece al lector, también, tan sólo, un simple poema.
José Luis Piquero dice en el prólogo que “Ultimas cartas a Kansas es un libro triste”, y estoy de acuerdo. A una amiga le decía anoche que este libro me había hecho pensar, pensar que yo no me había sentido tan triste como la voz poética de este libro nunca, o que quizá con mis treinta y dos años no había entendido nada de nada de la vida, o, una de tres, que Sofía me había llevado de paseo con ella como a un tonto en estas cartas por la arena de la orilla, por caminos de baldosas, volviéndome de otoño, como hacen los buenos poetas, las sirenas, los magos y los navegantes. Sofía nació en 1983 y en todas las fotos que he visto de ella… sonríe.
Eduardo Chivite (el poeta clásico)
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