lunes, 20 de octubre de 2008

Tres autores de la reciente poesía cordobesa, por Eduardo chivite

Tres autores de la reciente poesía cordobesa
o la juventud es una enfermedad que se cura con los años.


POR EDUARDO CHIVITE TORTOSA

Desde que Pablo García Casado publicase Las Afueras (Barcelona, DVD, 1997) hasta el día de hoy, ya casi una década, no son pocos los artículos, noticias, prólogos o referencias que aluden a la actual o joven poesía cordobesa. En 2004 con motivo de la antología “generacional” Edad Presente (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2003) Francisco Díaz de Castro en el Cultural del Mundo (10-6-2004, p.16) comenzaba diciendo: “Es un hecho que la poesía cordobesa vive un momento de ebullición: encuentros, revistas y libros testimonian la vitalidad de la última hornada de poetas, que hace esperar un florecimiento a la zaga de la tradición cordobesa del XX”. Suele ser plato de buen gusto por parte de la crítica o el comercio editorial la novedad y la juventud en la poesía, e incluso en alguna ocasión por parte de la crítica literaria más seria motivo de duda para con esta atención mediática. Francisco Díaz añadía de hecho, no poco después, que suele ser frecuente “en las declaraciones juveniles que la saludable ambición lleve a menudo a pedanterías y pretenciosidades. No es el caso de la inmensa mayoría de poéticas aquí incluidas”. Pero el tiempo de la ebullición juvenil ha dado paso al de la escritura silenciosa, actualmente, varios de aquellos poetas tienen en su haber una no tan pequeña producción poética.


Juan Antonio Bernier en el prólogo a la revista La Hamaca de Lona (Septiembre, 2005) advierte de la equivocación que implica “trazar una genealogía regional”; lo que cabría denominar como un “ambiente o movida poética”, que de alguna manera se concretiza en esta ciudad, y que se movía y aún se mueve en círculos formativos e iniciativas culturales (talleres, revistas, editoriales independientes, recitales poéticos, etc.), responde desde el principio a un ámbito que no se reduce a la eventualidad de un lugar de nacimiento. Poetas como Carlos Pardo y Eduardo García (Madrid), Abraham Gragera (Extremadura), Rogelio Guedea (México), u otros que han recibido su formación poética en Granada, Madrid o Málaga, son sentidos indiscutiblemente como parte de nosotros. No sólo la juventud se cura con los años, las iniciativas que tomaban forma incipiente en los bares o en la Universidad han dado paso a encuentros poéticos y artísticos nacionales e internacionales (Mapa poético, Cosmopoética, Eutopía…), y las revistas y colecciones poéticas a editoriales comerciales como Las cuatro estaciones, Plurabelle o Berenice. El crecimiento de los medios culturales y editoriales en la ciudad, propiciados en buena medida por estos “no ya tan jóvenes poetas”, ha provocado sin lugar a dudas una mayor extensión de aquello que sin el menor sentido geográfico del término mal llamamos “poesía cordobesa”.
Aquellos jóvenes que parecían que iban a comerse el mundo no hicieron y no hacen otra cosa, desde un primer momento, que escribir poemas. No se trata, pues, de otra nueva promesa literaria o de un fenómeno cultural momentáneo, de una moda poética dentro de las aulas universitarias o de un recurso fácil de las editoriales. Ciertamente, estos marbetes se deben más a aquello que llamamos política cultural, premios literarios y merchandising, y aunque cuando uno viene a ser “victima” de ello tiende a hacer oídos sordos por lo que tiene de absurdo, el hecho es que para algunos de estos autores no ha mucho llegó el momento en que sentarse a escribir se volvió un verdadero oficio de escritura, no un juego intelectual o un serio ejercicio de sensibilidad. Como decíamos, un oficio que se hace en el silencio, silencio que curiosamente acompaña cuando el interés mediático desaparece (no sabe uno porqué), así, por cosa de la edad. No hace esto, no obstante, que el verso se seque o la musa se atragante, la dificultad que brinda el tiempo a los poemas es cosa parecida a encontrar un amor, es simplemente que con los años nos volvemos exigentes.
La variedad de voces y estilos es una tónica señalada desde un primer instante en la producción lírica de recientes años, así como el reconocimiento a la multiplicidad, la búsqueda de nuevas lecturas y tradiciones, la preocupación por la traducción poética, la renovación formal y el uso de un lenguaje sensato y reconocible. Rasgos que no sólo afecta a estos autores en su producción poética, sino que llevan a buen término en su vida diaria. La revitalización cultural se ha manifestado en muchos de ellos como un activismo literario bien al servicio de la promoción de eventos o de la edición. Estos poetas han pasado a tener su público, sus ámbitos, sus centros institucionales, editoriales afines, su espacio en prensa, e incluso su crítica, y nada de ello cabe ser reducido de manera geográfica o temporal, es el resultado lógico de un interés común y el trabajo conjunto. Nada premeditado, de pronto uno se da cuenta que se trata tan sólo de nuestro modo de vivir.

Prueba evidente de que no sólo el tiempo, sino el esfuerzo y la auténtica dedicación (aunque extrañamente temprana), lima asperezas y te brinda la oportunidad de la lucidez literaria (cosa no sólo propicia en la madurez), es que en este año 2006 se han presentado al respetable desde este ámbito cultural unos siete libros de poesía, tres más quedan ya a expensas de la imprenta, y aún pudiera ser que alguna sorpresa más nos deparen los meses que restan. Vicente Luis Mora nos ofrece Construcción (Valencia, Pretextos, 2005), que ha sido comercializado y difundido desde principios de este año. Joaquín Pérez Azaustre obtuvo el XVIII Premio Internacional Loewe en su modalidad joven con El jersey rojo (Madrid, Visor, 2006). José Daniel García con El sueño del monóxido (Barcelona, DVD, 2006) mereció el Premio Andalucía Joven de Poesía 2005, y Jorge Díaz Martínez el Premio “Arcipreste de Hita” por Almizcle y tabaco (Valencia, Pretextos, 2006). Síntoma indiscutible de madurez y de salud literaria es, sin menoscabo alguno, la publicación de libros de poesía (qué se dice pronto), sin avales tan efectivos para las editoriales como premios literarios o ayuntamientos. El esperado Juan Carlos Reche sacó a la luz la Carrera del fruto (Valencia, Pretextos, 2006); Rafael Antúnez Arce, poeta de respetable producción, vuelve con Los nombres de Helena (Sevilla, Renacimiento, 2006); y Pablo Acevedo hace acto de presencia con su segundo libro titulado Cazamariposas (Palma de Mallorca, Calima, 2006). En prensa queda Tara (en DVD) de Elena Medel, poeta de notable trayectoria, y Antonio Agredano (en Plurabelle). Finalmente, José Luis Rey se ha alzado este año con el galardón al Premio Jaime Gil de Biedma, de próxima publicación.
Como muestra de la validez literaria que han ido alcanzando estos autores me gustaría centrarme en las últimas entregas de Jorge Díaz, Juan Carlos Reche y Rafael Antúnez (un botón), dada la evidente relación personal y poética que existe entre ellos, triade a que me mueve un intento o sentido por dar a la presente cierto criterio de coherencia.

Jorge Díaz Martínez comenzó su formación literaria en Córdoba, en el momento en que el “realismo directo” de García Casado era referencia obligada y el afán editorial tomaba forma en revistas como Zarisma o Reverso, para continuar poco después en Granada, donde entra en contacto con Rafael Espejo o Juan Carlos Abril, y, como profesores de la universidad, con alguno de los miembros de la Poesía de la Experiencia y la educación “formal” de Antonio Carvajal. Formación que se vuelve evidente y bien asimilada en este su segundo libro, donde puede percibirse así mismo otras lecturas y tradiciones como Baudelaire, el haiku, o influencias de otros medios artísticos como la música o el cine en paralelo a la lectura de autores próximos a la generación Beat. El malditismo de finales del XIX francés cobra fuerza ya directamente desde el título Almizcle y tabaco, y así se antoja el libro. La temática “beat” no resulta aquí una mirada literaria al tema americano, refiere en verdad un modo de vida que en los últimos años se ha vuelto de nuevo habitual en la sociedad europea, ese decadentismo posmoderno de raigambre seudo-intelectual, musical y naturalista, realidad cultural que en sí conlleva desde su propio entorno un activismo de preocupación social, que de algún modo se transpira en los poemas en un sentido “comunitario” u “okupista”, que el poeta nos ofrece sin ánimo político alguno desde lo vital. No se trata de un tópico o un mero recurso estético, lo interesante radica en que la voz poética habla de aquello que le ha conmovido previamente, desde el recuerdo, como tratando de recuperar en buena medida para sí mismo momentos que no desea arrastre consigo el olvido. De ahí la plasticidad de la palabra, la sencillez con que se cuenta, el interés por la historia del poema, el vitalismo real de los personajes, lo innecesario de la presencia lingüística o emotiva del “yo-personaje lírico”. Incluso, cuando el poeta-narrador se vuelve protagonista en “Abismo (Dragon’s Festival)” no se trata de sí mismo, sino de “ella”, a veces en estilo directo, otras vista desde fuera, transformando los ojos de la voz poética en un lugar desde el que lector puede contemplarla.
El efectismo de un realismo estético, la técnica de retrato a veces paisajística, o la desnudez lingüística de minimalista sencillez lírica no son la finalidad, mecanismos que corren el riesgo de ser observados sin una lectura atenta como artificios retóricos, de tal valor comunicativo o aceptable comprensión, que pudiesen alejarnos del sentido verdadero, que cabría decir social, meditabundo, en ocasiones abstracto: “no dice nada / sólo mira el paisaje / sólo sonríe”. Este es el riesgo de la poesía que se escribe con palabras de todos los días, que puede formar parte de cualquier conversación, que tiende a ser reducida a ese término que gusta tanto a la mala prensa cultural: “lo cotidiano”. La validez literaria, la madurez poética, la lucidez pasa por ver el poema como algo que merece cierta fidelidad por nuestra parte, pese que eso conlleve que algunos busquen profundidades inexistentes, u otros no sepan ver detrás de las palabras más normales un sentido que podríamos llamar poético. A todo esto no deja de sorprender la constancia del lirismo, que cabe calificar a la vez de sensorial y de ciertos tintes medievales: “el sol roza tu piel / y la marea”, “y mirarlos / era como mirar las olas en un mar”, o “minifaldas y piernas de gacela”. Y al tiempo esa forma de decir, esa fidelidad que se vuelve desde un presente ahora distante necesaria: “la noche que seguí a Kaari hasta su cama”, “y dos maderos ahí al fondo mirando”, o “lo veo: / todo costra, / con una botella de whisky debajo del brazo, / le faltaban piños”.

Juan Carlos Reche Cala se tomó en serio aquello de las nuevas lecturas, las diferentes tradiciones y la traducción. Cogió su maleta y se fue a Grecia, Italia y Portugal: aprendió el idioma, conoció jóvenes poetas y artistas, gastronomía, a conducir en moto por la calles de Roma; enseñó español por aquello de ganarse la vida, y ha traducido a unos y otros, y editado a distancia como codirector de la editorial las 4 estaciones. Quién sabe si la próxima vez que vayamos a su casa de visita tendremos que saltar el charco o vérnoslas con fieros leones africanos. Su aprendizaje literario no puede decirse de aquí o de allí, Juan Carlos ha sido en muchos casos el poeta avanzadilla. Desde el primer momento Córdoba se le quedó pequeña, porque como él dice “es una ciudad para volver”. En 1997 gana el premio “Tertulia 1900” entrando en contacto con Uberto Stabile, Manuel Moya y con el ámbito de poetas de EDITA (Encuentro Internacional de Editores Independientes y Ediciones Alternativas de Punta Umbría) como director de la revista Zarisma; poco después conoce a Jesús Aguado y algunos jóvenes poetas malagueños (como Maria-Eloy García o Jacinto Parientes); Roger Wolfe, David González, Luis Muñoz, Abraham Gragera, Lara Cantizani, Juan Vicente Piqueras, entre muchos otros se vieron repentinamente de parranda con “el Reche”. Su afán editorial no tuvo nunca límites, en la actualidad proyecta junto a Juan Antonio Bernier, Fernando Vacas o Carlos Pardo, entre otros, un encuentro artístico Córdoba-Lisboa.
Poeta silencioso entre los que haya, que después de muchos dedos (que diría un pianista), muchos poemas que han adornado plaquettes, revistas y catálogos, y muchos papeles arrugados en el fondo de su papelera, Reche ha vuelto con Carrera del fruto. Libro en el que el sentido lúdico de antaño ha dejado mayor paso a lo meditativo, a la contención lingüística ahora infinitamente más significativa a pesar de tanto o todo aquello que se calla, y en donde la palabra precisa y clara se vuelve reflexión sobre sí misma: “en la palabra monstruo morirá / el tumor que la forma / y volverá a nacer, / desafiando, un son”. Como en todo poeta que ha hecho ya suyo el lenguaje, se hace difícil distinguir los ecos de otras voces, el ojo atento y acaso la proximidad de la amistad pudiera señalar la presencia de sus lecturas portuguesas (Nuno Júdice), como deja entrever en “el lugar / do la lluvia ha de llover”; o un cierto hermetismo a la italiana (Montale, Ungaretti o Caprioni), que se disfraza de metáfora, que en realidad no necesita ni quiere ser siquiera descifrado: “Toda la noche caballos blancos, / árboles caídos”. Y cómo no, Roberto Juarroz, así parece que el poema se retoca así mismo, que se piense en voz alta, o incluso cambie de opinión: “Está dentro / la luz de las cosas, / pero no de ellas / sino dentro de mí”, “A las cosas que están ahí / porque yo las he puesto / y no porque hayan siempre / estado en su lugar”, o se pregunte “y si se moviera, ¿qué haríamos / al llegar? ¿Divertirnos? ¿Cómo ahora?”.
Parece un verso escrito para este artículo, en pretérito, como debe ser: “Yo era un verso que prometía”. El juego lingüístico, autorreferencial, que hizo de Reche un encantador de serpientes, no obstante, sigue siendo un modo de decir, un toque de humor, de ironía reflexiva con que comienza o termina a veces sus poemas: “Seguramente no es culpa mía / estar un día tan así / y al otro como ellos quieran”, o “Como un día pille / al que tira hachazos, / y pancartas de meta, (…) / desde ese zepelín / de alquiler / que me ensucia el patio de la mente, / le voy a decir dos cosas:”. Para desvelar poco después a golpe de lirismo, como si fuesen momentos de extraña intimidad, el dorso de sus manos: “he elegido el rumor de las letras / cuando alargan sus cuerpos / para formar tu nombre”.

Rafael Antúnez Arce, poeta del círculo de Raúl Alonso, Juan Antonio Bernier o Francisco Onieva, entre otros, y que tiene en común con José Luis Rey o Joaquín Pérez Azaustre haber sido publicado en la prestigiosa colección “Abonáis” con motivo del Accésit obtenido en 2001 por Nada que decir (Madrid, Rialp, 2002), es una de esas criaturas que respiran aire y las más de las veces libros, desde los clásicos latinos o renacentista, hasta Yehuda Amijai o Edmond Jabès, sin olvidar las novelas de Alejandro Dumas (padre) o los Rollos de Qumrán. Poeta de aliento épico y a un mismo tiempo místico, en el que lirismo y naturaleza se entremezclan (“Y te busco en el mar, / soy mar en busca de ti”), panteísmo donde pureza y simbolismo recuerdan a Juan Ramón Jiménez, William Blake, Walt Whitman o W.B.Yeats. Y con todo, en su nueva entrega Los nombres de Helena, mujer de resonancias homéricas, Rafael Antúnez, en su línea, vuelve a sorprendernos gratamente: se hace difícil ver libros modernos que opten por un esquema estructural de claro juego y artificio, osadía bien entendida y siempre estremecedoramente bien intencionada en este poeta. Los nueve nombres de mujer con los que el autor ordena la obra guardan un secreto que no se desvela, ni necesidad hay de ello. La poesía de Antúnez se ha vuelto en este libro más concisa y clara; su verso retenido nos lleva ahora más inteligentemente hacia el final del poema, haciendo uso de un excelente dominio del silencio.
Destaca la variedad de tonos en la obra, desde un cultismo exótico lejos del llamado venecianismo a la individualidad de la voz lírica, voz que siendo “otro” es perfectamente identificable con la del poeta; autobiografía fingida en línea con la más rica tradición literaria, en que se decanta por el aspecto cotidiano de lo intrahistórico: “oía con mi amante la noticia / de la última incursión del rey Darío”; o “Qué tumulto llenaba las calles de París, / qué desorden”. Manierista se vuelve en dos poemas que debo confesar me maravillan, aquel poema que comienza “Ese año Marco Nerva fue nombrado / líder de todo el imperio”, verdaderamente “clásico”; u otro de evidente línea andalusí (Ibn Hazm, Yehuda Levi o Wallada de Ibn Zaydun). No cae en cambio Antúnez en lo historicista, no se nos antojan simples poemas paisajistas o una emulación de estilo de abigarrado barroquismo, algo actual y auténtico los mueve.
Bajo el nombre de Laura, el primero de resonancias literarias, se estructura un grupo de poemas de claros tintes épicos: “he afilado mis armas (…) Iré a por ti, / antigua amiga,” y así, conjuntamente la mujer y las armas, llegan hasta aquí de nuevo los ecos del ciclo troyano: “Tierra, dónde la Tierra”. El nombre de Rosa parece de mujer, pero trae a la mente aquel tópico de collage virgo rosa, quizá no en balde cada poema de esta sección comience con la sugerente palabra “amiga”, así cabe traducir el término “habibi”, la amiga amante-amada de la cantigas galaico portuguesas, todo se vuelve ahora amor, juego de seducción o cuerpo de mujer: “Amiga, son tus pechos / colinas que palpitan / con el nacer del mundo”. Otro nombre de ecos literarios y cierto misticismo, Beatriz, agrupa a continuación un conjunto de poema titulados como notas musicales, en que habitan distintos instrumentos, danzantes y un sentido órfico y rilkiano del amor encontrado: “He llegado hasta ti / pulsando tu corazón con los dedos”, o “Tú yacías moribunda a sus pies (…) ahora eres alma, música”. Una última parte de orden misterioso comprende poemas cuyo título son astros del cielo, y cuyo último poema revela la cosmogonía que ha movido el mundo desde siempre, no sin motivo Eros etimológicamente significa “orden”. Así son estas nueve formas del amor que Rafael Antúnez nos ofrece, autor en que quizá se revele la más interesante cualidad del correcto desarrollo literario de un poeta: no escribir nunca temiendo lo que otros puedan pensar de aquello que escribes, pero tener presente, no obstante, lo que otros puedan sentir.

No me gustaría cerrar este discurso retomando las ideas ya dichas: la lucidez, la validez literarias, aquello de los “marbetes” y esas cosas… ni repetirme diciendo que con el tiempo nos volvemos exigentes o que se trata tan sólo de nuestro modo de vivir, que no sólo la madurez poética, también social, cobra forma en nuestras vidas, o invitar al lector sin más a que juzgue él mismo lo ya dicho en los poemas que siguen. Pero bueno, es cosa de retórica y necesidad obliga. En cambio, si me gustaría concluir con algo que mucho o todo tiene que ver con lo contado. La palabra “poeta” se usa habitualmente con demasiada facilidad, unas veces por desmitificadores prejuiciosos, otras por románticos enfermizos, no sabe uno quiénes de ellos residen más prontamente en el error. Y es que no más, en verdad, que otros oficios, los poetas realizan y piensan sobre su trabajo, del mismo modo que los profesores habla de sus alumnos o cómo un bombero se preocupa por el fuego. Así un poeta, que merece ese nombre, debería conocer la historia privada de las palabras, doblegarlas, hacer que le obedezcan; no es fácil, conlleva su esfuerzo. Hace tiempo me presentaron en una fiesta, un amigo dijo de mí que era poeta, el otro se sonrió e hizo alguna broma con una rima fácil, aludiendo a las flores y la primavera. Mi amigo respondió: “¡No, en serio, de verdad…!”, y a esto el otro preguntó: “¿cómo que de verdad?”.


JORGE DÍAZ MARTÍNEZ, Almizcle y tabaco, Valencia, Pre-Textos, 2006.
Nace en Córdoba en 1977, vive en Granada desde 1998, año en que se dio a conocer poéticamente con la plaquette Álbum en la segunda temporada de las “Noches poéticas del Can can”. Recientemente ha publicado su primer libro, La piel de la memoria (Madrid, Visor, 2005), con el que obtuvo el Premio de Poesía Vicente Núñez. Próximamente aparecerá también un siguiente libro, Cómplices, ganador del Certamen Cuadernos del Laurel. Algunos de sus poemas han sido adaptados para videocreación y han sido incluidos en festivales de cine o arte, como el Argos Festival. Con Almizcle y tabaco ha obtenido el Premio de Poesía Arcipreste de Hita de 2005.


BARRANCO DE LOS NARANJOS

Tiene dieciocho años,
sus rastras son rubias como la miel,
siempre anda descalza.

Está lejos, muy lejos de la casa
de sus padres, de su tierra, de su
país.

No habla español, pero si algo
de inglés.

Sentada en una piedra, frente a la
cueva de Jorg, no dice nada,
sólo mira el paisaje,
sólo sonríe
y mira
como Jorg vacía la madera blanda
de las pitas
con las que fabrica didgeridoos.


GRANADA

La segunda vez que Kaari quiso ir a la India
para buscar a su maestro de sitar
decidió que iría andando desde España.
Tardó dos años,
atravesó un desierto
en guerra
y conoció seres fantásticos.


VALENTINA, EL INVIERNO

Serán más de las nueve de un domingo.
La gente entra y sale de las cafeterías
o desayuna al sol en las terrazas,
pero Valentina duerme, duerme tranquila.

¿Qué si trabajé… Trabajé en un montón de sitios!
Yo tenía que cuidar de mi hermano
y tenía que comprarle la ropa y las cosas del colegio,
los cuadernos, los lápices, los libros, la ropa… todo.
Yo era la que traía el dinero a casa
y cuidaba de mi madre también,
que estaba siempre bebiendo…
¡y yo era sólo una niña!

Valentina amanece en el suelo, en la esquina
de Reyes Católicos con Calle Elvira.
Sus perros, cómo ángeles, la arropan.
No la despierta el humo
ni el ruido de los tubos de escape,
no la despiertan los pasos
ni el sol
que en los labios hinchados
ya la besa.

Una rastra rubia le cae en la mejilla.

Su sueño será espeso y pegajoso.


ABISMO (DRAGON’S FESTIVAL)

Después de dos noches sin dormir
se había cogido de mi cintura
mientras paseábamos
paralelos al río.

Estaba amaneciendo
y me dijo:

a veces tenía miedo de tocarte
o sólo de acercarme a ti
porque me temblaba todo el cuerpo.

Supongo que sería verdad,
cualquiera sabe.

Dos días antes
habíamos saltado a un furgoneta,
sin pensárnoslo dos veces,
justo cuando arrancaba y nada más entrar
nos metieron en la boca media pasti,
desde entonces soñábamos despiertos.

Se había cogido de mi cintura
y estaba amaneciendo,
hablábamos despacio,
me miraba despacio,
se puso a tiritar,
respiraba entre dientes y
abrázame, me dijo,
y me abrazó
como quien sujeta su propio cuerpo
para no caer al vacío

gritó,

gritó





al amanecer
tirados como cantos
en un valle en un cauce redondo
me dijo

¡qué verde! ¿ves qué verde?


CUANDO BRÍGIDA CANTA

Cuando Brígida canta
su voz toca en las montañas
del Valle de Valparaíso.
Brigi deja su djambé
y deja su guitarra
para tocar el valle.
Brigi como una diosa levanta
en sus manos el cielo del barranco
y con su voz colorea el aire.
Brigi llena de luz,
brilla una estrella.
Los gallos y las yeguas enmudecen,
los gitanos escuchan.
Y en el azul
el sol
se guarda un poco.


JUAN CARLOS RECHE CALA, Carrera del fruto, Valencia, Pre-Textos, 2006.
Nacido en Córdoba el 25 de Abril de 1976, actualmente reside en Lisboa. Ha publicado El dolor y la velocidad (Sevilla, Renacimiento, 1999) y algunos cuadernos, con La cítara de plástico (1996) obtuvo el Premio “Tertulia 1900” y ha sido antologado en Feroces (Barcelona, DVD, 1998) y Edad presente (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2003). Codirector de la revista Zarisma y la editorial 4 estaciones, y profesor de español en los Institutos Cervantes de Roma y Lisboa; redacta su tesis doctoral sobre Roberto Juarroz. Ha traducido a Katerina Gogu, Giorgio Caprioni, Giovanni Raboni, Mauricio Cucchi, Carlos de Oliveira, José Luis Peixoto y Nuno Judice.

Más allá de la poesía
en las decisiones
en el aire
he creado un mundo

Allí enjuago las hoces
Allí mis manos frescas

Vendimia del alma


Les he dicho que me dejen,
que si tengo que llegar, llegaré,
que ya es bastante ser
quien me acompaña.

Estoy mimando la rosa
de hojas de lirio
cosidas con la savia de la rosa,
estoy criando la rosa
que se ríe de Saussure.


Puede que no esté en ellas, en las cosas,
brújulas locas
que ocultando viajan
el imán de lo bello,
ni en mí, ninguno de mí,
que a veces soy yo, y se equivoca.

Se demora la luz universal
esparciendo pedazos de quincalla
sobre el tapiz del mundo.
En su azogue, en su cola
nos convierte,
en el don de poner marco
a la línea y su materia,
unión de luz y territorio
soñado, fusión de color
y la forma,
del labio con su beso
con su labio.

Si estamos en las cosas es por probar,
por ver si entre ellas y lo que somos
salta la liebre, se orienta la bruja,
alguien de aquí nos arregla la tarde.


Al final era esto el invierno.
Maletas de nieve apiladas por el sol,
sahumerios de enebro,
ramitas de abrojo.

Encender ese fósforo de agua,
confirmar el milagro
de mis dotes antiguas.

Ser como esquimales
con la sola virtud
de orearse en la lluvia.

Y ese zas de los tilos titilando,
esta lluvia del polen
convertida en un don.


Nada morirá el día que yo muera
salvo una combinación de equilibrios,
sin más explicaciones.

De mi mano llegaré
a los campos de yardas.

Al final de la vaguada
alguien,
un traje de rayas elegantes,
la llave que me redima.

Todo habrá sido un sueño condensado
que se despertará en otra forma,
más allá
de la curva del tiempo:
la carrera del fruto
que necesita de varios árboles
para ser sólo uno.


RAFAEL ANTÚNEZ ARCE, Los nombres de Helena, Sevilla, Renacimiento, 2006.
Nace en 1975, Córdoba. Ha publicado Las sílabas que son de tu mirada (Córdoba, Ediciones del Minotauro, 1997); La batalla de la luz (Santiago de Compostela, Follas Novas, 2001), Accésit del premio Rosalía de Castro; y Nada que decir (Madrid, Ediciones Rialp, 2002), Accésit del premio Abonáis del año 2001. Ha participado en diversas revistas, congresos y antologías, tales como Inéditos (Madrid, Huerga y Fierro, 2002), Edad Presente (Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2003) y en la Sexta antología de Abonáis (Madrid, Ediciones Rialp, 2004). Ha impartido talleres de escritura, actualmente prepara su primera novela y una traducción de Edmond Jabès.


Ese año Marco Nerva fue nombrado
líder de todo el impero, cabeza
laureada en los estandartes de Roma.
El venerable ocupó el sitio
de Domiciano, y calmó las revueltas
surgidas en torno a la crueldad del poder.
Fue entonces cuando sobrevino la paz,
la fertilidad en torno a las plazas
y los templos.
La dicha pública,
amparada por las manos del viejo
cónsul, sabio en la ciencia
de la luz y la calma.
Fue como una isla alzada
en medio de un océano revuelto.
Menos para mí,
que ajeno a todo ello,
apuraba, de un mordisco, los restos
de la manzana.


La brisa se perdió entre las nubes.
Luego bajó más limpia,
tocada por la pureza del sol
aún presente en la mañana neblinosa.
Estoy sentado,
mirando las extrañas mezclas de gris y azul,
y el corazón ve un espacio que nunca acaba,
una luz ya sin límites.
Qué escueta mi figura en el balcón.
Sin embargo la extensión de abetos se alarga en el norte
coronada por espejos de nieve,
y el arroyo arrastra las hojas en los bosques de otoño;
los tuaregs, firmes, marcan surcos en el desierto.
A veces desde la oscuridad de los ojos cerrados,
ve el hombre en sucesión de imágenes
distintos puntos de la tierra,
como si con sus brazos de aire abarcara todo el mundo
para introducirlo en su sangre:
el canto del jilguero, la alta hierba
del arrozal, la luz perenne de la rosa.
Y en esas imágenes también llega
una instantánea de tu alma,
quién sabe en qué campo de Dios,
en qué ciudad, en qué verde azotea.


Sobre los campos de la primavera
yacíamos, cuerpos ligeros
enroscados como un caracol
con luz de fondo.
En la tierra temprana
el sol amaba la floración nueva
de la piel, las agujas de los pinos
tapizaban los bosques,
antorchas diminutas de una nueva edad.
Cómo te amaba entonces,
como un espejo de oro brotando hojas,
una raíz a ras de tierra,
un río que habla con el mar.
Eras ruiseñor blanco, alba de nieve
cantando la verdad en la montaña,
a través de los vientos susurrantes.
Y cómo te echo en falta ahora,
cuando mi corazón sabe a vacío,
y perdí el rastro de tus pasos
en la primera tala de los árboles.


Amiga, hoy te contemplo con la tarde
soñando en la ventana, sus reflejos
dorando tu silueta adormecida.
Un rayo ha conquistado tu espalda,
y separa países de tu piel,
señala la frontera de las manos,
los montes de los hombros
recogen los frutos dorados
del tacto como un tesoro que acaba
donde el aire comienza.
Mientras, tú duermes.
Pareces en la paz de tu reposo
un sonido de oro, una balada
que hubiera conseguido humana consistencia,
un don que si se toca
impregna los poros de luz.
Y me asomo a la calle, al ruido de sus gentes,
al movimiento de los niños,
que rotan como astros
en torno de su juego.


LUNA

Ya no te necesito, y sin embargo te amo.
Sentimiento más puro que la fría pasión,
si apaga su llama, si inútil su reclamo,

cuando el que todo ofrece, nada cobra de Amor.
Sin ataduras te amo, como ama su guitarra
el preso que tocaba por llegar a los astros,

y ahora es todo música, lluvia recién el alba.

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